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YO...

EL CALISTEMO BLANCO

Un día en el Oasis de Arena

 

En mis 15 vueltas al sol como vigilante del palacio del bambú, no he visto el primer huésped marcharse desencantado de mi hogar, desilusionarse del oasis de arena, defraudarse por el santuario en el centro de una eterna corredera, decepcionarse del Parque de los pies Descalzos…  He descubierto que a los foráneos les seduce y a los locales les continúa fascinando, pasan los años y la magia sigue ahí, el descanso y la paz que emanan de él se han conservado intactos.  

            Anteriormente era un terreno desierto y un cementerio de carros, no había bambúes, no existían fuentes, ni siquiera lo habitamos nosotros los vigilantes; lo que es hoy el Parque de los Pies Descalzos era una zona completamente distinta, desprovista del encanto que la caracteriza ahora. 

            Cuando la construcción del jardín estaba cerca a concluir, fui trasladado al sector, y vivo acá desde entonces.  He morado siempre en este oasis y conozco sus secretos más entrañables y sus leyendas más indescifrables; soy guardián de sus riquezas y soy el protector de sus bienes.  Mi nombre es Calistemo Blanco y hoy, como todos los días de mi recorrido por el planeta, sigo erguido e imponente, observando siempre el vaivén de los humanos, recibiendo los abrazos de los más sensibles y ofreciendo mi grata fragancia a todo aquel que se acerque.  De toda esta existencia puedo recordar miles de jornadas y de historias, pero estoy especialmente unido a un día, lleno de sucesos cautivadores y únicos, que he elegido relatar.

            Ella vino hace aproximadamente 2 temporadas de lluvia, tenía un aspecto invernal y fatigado, falto de sosiego y claridad.  En su rostro descubrí retraimiento y aprensión, como en el de muchos cuando visitan por primera vez, pero percibí, además de la desconfianza, una inquietud, como si buscara algo que no había hallado hasta ese entonces.  Vio que todos a su alrededor se retiraban el calzado, vaciló, se mostraba reacia a la idea de tener que vagar descalza encima de los guijarros y la tierra, pero como por un impulso del destino, lentamente se agachó y quitó uno a uno sus botines.  Al principio, cuando las plantas de sus pies palparon el suelo, su semblante dio signos de incomodidad, y lanzó ambos brazos al aire, tambaleándose como quien busca el equilibrio.  Así inició su aventura en el Parque de los Pies Descalzos.

           

            

Cuando emergió del jardín de bambúes su rostro se había transformado.  Al parecer, caminar sobre estos pequeños y helados bultos había tenido efecto, puesto que soltó una nerviosa y tímida risita, delatando su ánimo, que había pasado de una actitud de incomodidad a una de tranquilidad.  En ese momento dio media vuelta y se desplomó de manera despreocupada sobre una banca desteñida, soltando un suspiro y una sonrisa de satisfacción.  La vi cerrar los ojos y recostarse, respirando la frescura que irradia de los tallos de bambú, repletos en su interior de agua de vida.

            Pronto volvió a emprender su camino, que esta vez la llevaba hacia el laberinto en la arena, completando este último con eficacia y facilidad, sin dudar ni permitir que los obstáculos la desviaran.  Fue ahí que se acercó a mí, después de comprender el orden del jardín y de enterarse de mi presencia gracias a un guía, quien la persuadió de que era necesario sentir mi piel y oler el perfume de mis hojas, las cuales dejo que caigan y mueran a propósito para que, de esta forma, los humanos me puedan conocer mejor.  El guía la impulsó a que se acercara a mí y me abrazara, sintiendo por fin cómo mi corteza se hundía y permitía el descanso de su cuerpo.  Fue un apretón firme que reveló un poco sobre la búsqueda de la visitante, y que terminó solo hasta después de que una criatura de cabellos áureos pidiera permiso para abrazarme. Son esos encuentros con los humanos lo que me llena de gozo, y ver colmados de alegría a todos esos seres es mi deleite. Es importante decir que la felicidad en la cara de la humana no se ha borrado, y que continúa visitando nuestro oasis a menudo.

            Tomaré un momento para comentar que mi renombre se lo debo en parte a los guías, debido a que son ellos los que hacen que para la mayoría no pase desapercibido; sin ellos muy pocos me notarían. Ocurre a veces, sin embargo, que por no escucharlos, los primerizos se extravían, terminan su recorrido y jamás llegan a conocerme.  

            El pequeño de cabellos áureos que se había arrimado a mí para abrazarme, siguió su andar y descubrió el laberinto en la arena, entrando con aire desafiante y decidido a atravesarlo.  Sus diminutos pies se deslizaban entre la arena y sus manos tocaban las columnas sintiendo las grietas de la madera, pintada de azul petróleo, como conquistando un nuevo universo.  El conjunto de columnas simbolizaba, para él, un imperio protegido por las extensas dunas del desierto, un reino que ya le pertenecía.  Triunfó, y como si su premio fuera una zambullida, corrió hacia las pandas piscinas que yacen bajo la sombra de árboles frondosos y jóvenes, solo para tropezar con la mirada de advertencia de una de las guías protectoras del jardín.  Por ella se enteró de que no importa qué tan buen guerrero seas, en el Parque de los Pies Descalzos las reglas son las mismas para todos:   no habría zambullida para él, pero a cambio podría hundir ambos pies y refrescarse un poco. Poco satisfecho con la propuesta, deseando aún sumergir todo su cuerpo, aguardó el momento propicio en el cual las miradas no estuvieran puestas en él, para bañarse y unirse a las hojas, algas y flores que nadaban en el estanque artificial.

            Hay también un lugar que no alcanzo a divisar, mas sí a escuchar gracias al murmullo constante pero casi imperceptible de miles de gotas de agua que golpean el suelo de las fuentes, donde se experimenta la verdadera paz, aunque no deben suponerse silencio ni quietud.  En las horas en que las familias llegan a este rincón del oasis, al sonido placentero y musical de la cascada se le suman las risas, el alboroto y las tonadas alegres de los restaurantes cercanos que despiden aromas que llaman a calmar el hambre.

            Los transeúntes que pasan por mi lado, cuentan que en el otro extremo del parque se sienten en Marte, posando junto a las esculturas de inmensos cráteres granulosos y ásperos, aprovechando para plasmar sus recuerdos en fotografías. 

            Aquellos que nos acompañan después del atardecer, sucumben ante el embrujo y la fantasía de las luces multicolores, emitidas a través de las elevadas fuentes que brillan majestuosamente en la inmensidad y que parecen querer ser lanzadas como fuegos artificiales.

            En una de esas noches sublimes, vi llegar dos enamorados, con sus pies descalzos absorbiendo el calor del sol que aún guardaba la arena, dejando sus huellas en cada paso como un mapa que quisiera guiar a otros ilusionados; hipnotizados, él por el cabello castaño y ondulado de ella, agitado por la brisa nocturna, y ella por aquel primer beso que él había dejado grabado en sus rojos labios. Los sorprendió de repente  el piso helado de mármol que seguía a la cálida arena y, retrocediendo unos pasos, nos encontramos cara a cara. En el fondo los bambúes se mecían al ritmo del viento y la luna, redonda, iluminaba con fuerza el oasis en su plenitud. El muchacho sacó entonces una navaja y, después de sonreírle a su compañera, talló con firmeza un corazón y dos letras en el medio. Sangré un poco y, aunque ya no me causa dolor, la cicatriz permanece hasta el día de doy como símbolo de su amor. 

 

Por: Juan Esteban Rodríguez

           

                            

© 2014 

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