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Los ojos de mi corteza ven todo mi alrededor, tal y como si hubiese una videocámara haciendo un paneo de 360°, todos los días a todas horas, en un constante movimiento de ojos, incrustados en lo inmovible de mi tronco. Esos, mis ojos, todos los días ven el acontecer de lo diurno y lo nocturno, de lo permitido y lo prohibido; de igual forma observan transeúntes desprevenidos y comensales ávidos de alimento; en ocasiones mis ojos se transforman en tacto, pues muchos se acercan y los tocan, e incluso me huelen.

Veo a la distancia un edificio grande, según lo que mis hojas han oído, es el edificio inteligente; también a pocos metros, logro tener contacto visual con mis colegas los bambúes, formados uno detrás del otro, como si fueran unos militares con su verde característico; los ojos más altos, ubicados casi en mi copa, me permiten visualizar unos chorros, donde las personas se mojan todas,  y unos pozos, no muy profundos, que le llegan a las personas adultas hasta las rodillas.

Mis ojos más bajos, los que casi tocan mis raíces, casi no pueden, porque están enceguecidos por la arena, así que se dedican a sentir; “las ventanas del alma” de más arriba, como le dicen a los ojos los humanos,  no espabilan ni un segundo, puesto que en la mitad del pozo de arena, hay una especie de pirámide para escalar, y un laberinto de madera.

Al frente de mis amigos los bambúes, no del lado del edificio, sino más cerca de dónde yo me encuentro ubicado, mis ojos cafés opaco se han convertido en instrumentos olfativos, ya ven y huelen la comida que es servida en los restaurantes; es tan delicioso el olor que desearía salir de mi estado inmóvil y comer con las personas que frecuentan, aquellos espacios delimitados para el placer de degustar.

 

Por: Julián Ignacio Marín Aristizábal

LOS OJOS DE MI CORTEZA

© 2014 

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